La diosa Sam -02- Fiesta de inauguración
Por unos instantes me olvidé de cómo hablar y, para mi suerte, Marcos sonrió y saludó a Sam. Ella le respondió con una sonrisa que me derritió por dentro. Aquella diosa clavaba su mirada en mí, con una sonrisa en sus carnosos labios y yo, mientras tanto, no sabía qué hacer. Al final, ella se acercó a mí, me dio dos besos en la mejilla e hizo lo mismo con su hijo.
—Encantada de conoceros, chicos. Espero que il soggiorno en nuestro hogar sea de tu agrado, Nacho.
Yo asentí como un tonto, intentando no abrir la boca por la sorpresa. Mis ojos la tenían enfrente, pero no la veían como estaba ahí: la imagen de su cuerpo desnudo, paseándose ante mí y llevándome al privado del «Sally» me nublaba las ideas. Por un instante quise decirle algo, pero miré a Luca de soslayo y pensé que era mejor mantenerlo en secreto. No quería contarle cómo había visto a su madre ni, tampoco, cómo se las gastaba en el tema sexual. Así pues, debía guardarme la excitación y la vergüenza y, cuando tuviera ocasión, hablar con Sam de lo ocurrido. Era mejor mantener a su hijo en la inopia.
Tras saludarme, ella miró las cervezas que teníamos en las manos y, con una sonrisa, pidió que la disculpáramos, pues se iba a la casa principal a descansar un rato. Marcos insistió varias veces en que se quedase con nosotros, pero ella se negaba de forma muy elegante.
—Tu madre es un pibón —dijo Marcos, sonriente, cuando Sam ya se había ido.
—Tío, que es mi madre…
—Bueno, las cosas como son, está muy bien. al menos para los que les gusten eso. Si alguna vez quisiera volver a cambiar de acera, hablaría con ella seguro. Tienes suerte de que me gusten más las pollas que a un tonto un lápiz.
—A ver, Marcos, es mi madre, yo no me fijo en esas cosas. No te sabría decir…
—¿Tú que crees, Nacho? —preguntó Marcos, mirándome.
Le maldije por dentro. No era el más indicado para responder sobre el cuerpo de Sam, eso sin duda. Si no tuviera filtro y me diera todo igual, hubiera dicho la verdad: que era una diosa y que era dueña y señora del club al que asistimos Marcos y yo, que tenía un harén a su merced y que había caído preso de su cuerpo escultural. Sin embargo, la amistad con Luca era más importante para mí. Mucho más que una mujer de ese calibre, así que, como respuesta, me encogí de hombros y decidí pasar del tema.
Antes de pasar la primera noche en la casa de invitados, quedé con Luca que yo haría la comida y limpiaría. «Ya que no puedo pagar mucho, por no decir nada, quiero ocuparme de las tareas de la casa, así no soy un mantenido como tal, sino que me gano la cama». Él estuvo de acuerdo con ello y, así, iniciamos nuestra vida juntos en la «Leonera», como la llamaba Marcos. No teníamos problemas con el trato alcanzado y durante la primera semana todo fue bien, incluso tranquilo. Íbamos a la facultad juntos y, después, cada uno hacíamos nuestras vidas: él iba a pasar el día o la tarde con Júlia, su novia, y yo iba a trabajar o a hacer las tareas de la Leonera. Por las noches, cenábamos juntos —una noche nos acompañó Júlia— y, luego, a dormir. Como ya he dicho, todo era tranquilo e iba bien.
Me gustaría decir que Sam no me torturaba, pero sería mentir. Cuando no pensaba en ella, la veía por la casa con bastante asiduidad. Un día me la encontré bañándose en la piscina, con un traje de baño ajustado que reformulaba el concepto de perfección, en otra jornada la vi tomando el sol en una tumbona, con un bikini negro diminuto que daba poco juego a la imaginación e, incluso, hubo una ocasión en que la encontré agachada en el jardín, a cuatro patas, en el suelo, mientras arreglaba algunas flores. De un modo u otro, el cuerpo de esa mujer me nublaba la razón y, de algún modo, me preguntaba si lo hacía expresamente o era casualidad que la encontrase de esa forma. Por cómo reaccionaba conmigo diría que era lo segundo, pues si recordaba lo acontecido en el Sally no dijo nada al respecto, y me trató como un amigo de su hijo. Nada más que eso.
A pesar de no querer contarle a Luca nuestro encuentro, sí que pude enterarme de algunas cosas de Samantha: era fotógrafa profesional, tenía una galería privada de alta reputación en la parte alta de la ciudad, nunca se había casado —«por convicción», me explicó Luca— y el único hombre con el que había estado ella era el padre de Luca.
—Por lo menos, es del único del que me habla. A casa jamás ha traído un novio, ni me ha presentado a ningún amigo especial. En toda mi vida, mi madre ha estado soltera.
Mientras yo indagaba más sobre Sam, la vida continuaba y los días dieron paso a las semanas. La universidad seguía su curso, mi trabajo me quitaba las ganas de vivir y, al volver, rezaba por verla de nuevo. No me la podía quitar de la cabeza, ni tampoco de mis imaginaciones más obscenas: ¿y si me preguntaba algo del Sally? ¿Y si se daba cuenta de cómo estudiaba sus curvas cuando llegaba a casa? ¿O cómo me masturbaba pensando en la figura que ocultaba su ropa?
El sábado de la tercera semana, Júlia y Luca se fueron al centro de la ciudad a pasar una tarde de cine, palomitas y cita romántica; así pues, yo me quedé en la «Leonera» esperando a tener una tarde para mí: leer, jugar a la videoconsola, estudiar, adelantar el trabajo sobre Catulo de Literatura Clásica o, simplemente, tocarme los huevos. No era lo que se dice un planazo, pero, no tenía nada mejor que hacer. Así pues, sentado en el sofá viendo la tele, alguien llamó a la puerta. Al levantarme, vi a Sam, vestida de forma elegante con una ceñida falda negra de corte largo, mostrando parte de su interminable pierna, una camisa blanca ajustada con los botones a punto de estallar en la zona de sus perfectos pechos. Ella me sonreía.
—Vaya, vaya… —sonrió, mirándome de abajo a arriba.
Me ruboricé e intenté ocultar mi vergüenza. Como estaba solo en casa y tenía calor, estaba viendo la tele en calzoncillos.
—Siento si te molesto, Nacho. ¿Está Luca? Necesito ayuda.
—¿Ocurre algo?
—Verás, tengo un problema. Mi ayudante no ha podido venir, y tengo una sesión de fotos aquí en casa ahora mismo. Cuando Toni no puede venir, le pido a Luca que me ayude a veces. ¿Está aquí?
—Lo siento, Sam. Hoy está con Júlia.
—Vaya… Ya es mala suerte. En fin, ya veré cómo me las apaño. Grazie, de todos modos.
Se dio la vuelta y comenzó a irse. Yo, tonto de mí, suspiré y dije su nombre. Ella me miró de nuevo y, llevado por la falta de riego sanguíneo en mi cabeza, le dije que podía ayudarle yo.
La sonrisa que dibujaron sus labios me turbó.
—Grazie mile, Nacho. —Se acercó a mí y me abrazó con ternura, mientras yo permanecí estupefacto—. Estaremos en el jardín de enfrente de la casa. Te esperamos. No tardes mucho en vestirte y te aconsejo que lleves ropa ancha.
Volvió a repasarme con la mirada y, con una sonrisa pícara, se marchó.
No entendí a qué se refería con «ropa ancha» hasta que vi lo que me esperaba…
La ayuda consistía en sujetar la ropa a una modelo que, frente a mis ojos y al objetivo de la cámara de Sam, posaba desnuda en posiciones sensuales. Sus pechos eran redondos, amplios y enormes; los labios eran carnosos, grandes y pintados de rojo pasión; de cintura pequeña y trasero prominente dejaba caer su melena rubia por sus hombros que, junto al maquillaje que resaltaba y agrandaba sus ojos verde esmeralda, le daban el aspecto de una actriz porno de las más destacadas del panorama X.
Intentando mantener la compostura, estaba estoico en la parte delantera del jardín, siguiendo las indicaciones de Sam según me requería: tapa el sol aquí, ahora muévelo más a la derecha, bájalo o llévale esa prenda de ropa a la modelo. La vi vestida de azafata sexy, conejita, desnuda al completo, espatarrada, sujetándose los pechos mientras sacaba la lengua sobre sus labios y tantas posturas que el corazón bombeaba a dos mil por hora.
Lo que más me sorprendía era ver a Sam acercándose a ella, poner las manos sobre el cuerpo de aquella modelo y acariciarla mientras la colocaba en las posturas que requería. Eso me ponía muchísimo. Sin embargo, a pesar de la excitación que yo sentía, pude constatar cuán profesional era Samantha en su trabajo; debía serlo para que una chica así se dejara manejar de tal forma por una fotógrafa.
Tras un rato, Sam miró a la modelo, le dio las gracias y le dijo que habíamos acabado. A continuación, me miró, con una sonrisa en sus carnosos labios y me dijo:
—Ya estamos. Puedes irte, que la muchacha necesita intimidad. Grazie, Nacho.
Anonadado, asentí y la muchacha se me acercó, me dio un abrazo y me dio dos besos en las mejillas, elevando mi temperatura corporal. Me di la vuelta y volví hacia la «Leonera», pensando en qué tipo de intimidad necesitaría la modelo si ya la había visto en todas las posturas posibles e imaginables.
Aproveché esas imágenes tan vívidas para darme una ducha fría y masturbarme a su salud.
Unas horas más tarde, ya con el calentón bajado, volvieron Luca y su pareja, acompañados de Marcos que traía una sonrisa de aquellas que no presagian nada bueno y, por la cara que traía Luca, estaba claro que nuestro amigo había ideado un plan. Llevaban varias cajas de cerveza, algo para picar y varios vasos de papel.
—¿Qué pretendes? —le pregunté nada más verle. Ni le saludé.
—¡Una fiesta! Esta noche vamos a hacer una fiesta aquí.
—¿Cómo que una fiesta?
—Ya hemos invitado a unas cuantas personas y, en unas horas, ¡«party hard»!
Miré a Luca rápidamente, con el ceño fruncido. Mi compañero de «Leonera» desvió la mirada y, claramente avergonzado, prefirió observar sus zapatillas.
—¿No se os ha ocurrido decírmelo antes? Vale que yo sea un invitado aquí, pero se supone que yo podría tener palabra, ¿no crees?
—Va, Nacho, no te pongas así de duro con él, que es culpa mía y de Marcos —se disculpó Júlia, dibujando en sus labios aquella sonrisa de «yo no he hecho nada» que solían usar las chicas jóvenes—. Estate tranquilo, que no vendrá mucha gente, así no se desmadrará demasiado.
Yo quise responder que no era por la gente que hubiera, sino por haberme excluido de aquella idea y no habérmelo contado hasta que ya era tarde. Además, pensándolo con detenimiento, no me acababa de convencer ver a gente en el piso donde se suponía que estaba viviendo y, encima, que limpiaba y arreglaba cada día para ganarme el techo. Por suerte, la imagen de Sam se vino a mi mente y, viendo una posible escapatoria a todo ese marrón, decidí usar esa carta a mi favor.
—¿Y tu madre está de acuerdo? —pregunté a Luca—. Seguro que las personas que habéis invitado querrán usar la piscina, el jacuzzi y vete a saber qué más. Pondrán el jardín y la «Leonera» hechos unos zorros.
—Le he pedido permiso. Y me lo ha dado.
«¡Maldición!», pensé.
Supongo que mi expresión demostraba lo que sentía en ese momento, por lo que Júlia se me acercó, puso la mano sobre mi hombro y me dijo, guiñándome un ojo:
—Va, Nacho, que vendrán amigas mías. Luego te digo cuál de ellas se baja las bragas con un par de copas.
La miré.
¿Cómo resistirse a eso tras la tensión sexual que acumulaba desde que estaba viviendo allí?
Como yo había sospechado, se montó un pandemónium. Las únicas normas que pusimos fueron que no se tocaran las flores del jardín, que ni se acercara nadie a la casa principal. He de decir que no creía posible ver a más de treinta personas en esa fiesta. Había sospechado, incrédulo de mí, que habría, como muchos, diez o quince invitados. Pero me equivoqué. No sé cómo, pero acabé dando vueltas de un lugar para otro del terreno, viendo cómo la gente se daba el lote en la piscina, cómo se había montado una especie orgía en el jacuzzi, cómo la música reguetonera hacía sangrar mis oídos, y cómo ese ruido inmundo ese era bailado por varias personas, pegadas entre sí, haciendo movimientos de lo más sexuales que hubiera visto. Vale, tal vez esté exagerando y lo viera todo con ojos de pervertido, pero entenderás que mi situación no era la más tranquila desde que vi por primera vez a mi diosa.
No fue mi sorpresa ver que Marcos incumplía la promesa de ayudarme a limpiar y vigilar a la gente; más bien estaba limpiando la boca y el pecho de un tío negro con su lengua. Al cabo de un buen rato, ya resignado a no poder controlar el desorden, me senté en el sofá con una copa en la mano. Al menos me relajaría, pensé.
Aproveché la ocasión para ver a las chicas que habían venido. Algunas estaban de muy buen ver, otras eran normalitas y, una en concreto, tenía unos pechos tan grandes que se movían a cada paso que hacía, pero ya estaba siendo tocada en el jacuzzi por un tío con mejor planta que la mía.
Al cabo de un rato, Júlia se sentó a mi lado tras bailar con Luca.
—¿No te lo estás pasando bien? —me preguntó, cansada del baile.
—Solo estoy pensando en la limpieza de mañana…
—Vamos, Nacho. ¡Anímate! Baila un rato, pásalo bien…
—No tengo muchas ganas, Júlia. De verdad…
Ella me miró, tocó mi hombro y, a continuación, señaló a un grupo de tres chicas que hablaban entre ellas en un rincón de la «Leonera».
—¿Ves a la que lleva el vestido corto? Se llama Marina.
Sin ningún disimulo miré a aquella muchacha y, con la copa en la mano, me devolvió la mirada, mordiendo la pajita de su cóctel.
—¿Esa es la fácil? —pregunté a la novia de mi amigo.
—Yo no te diré si és fácil o no, que es amiga mía. —Simuló hacerse la ofendida y, a continuación, se acercó a mi oreja para susurrarme algo—. Pero hace poco que la ha dejado el novio, que está en el jacuzzi con la amiga tetona de Marcos, así que puedes aprovechar y ver si pica el anzuelo.
Me dio unos golpecitos en el hombro y me invitó a que me levantara. Con cierto pudor, me levanté y estudié a esa chica mientras me acercaba a ella. El vestido que llevaba apenas dejaba poco a la imaginación: era ajustado, de una sola pieza, y permitía mostrar sus encantos femeninos. Lucía una media melena castaña rizada, que caía por sus hombros descubiertos y, bajando por su clavícula, se mostraba un portentoso canalillo con sus pechos medianos bien prietos. La cintura no era muy ancha, más bien normalita, así como el trasero. Sin embargo, lo que hacía a aquella desconocida un bombón era la extensión de su falda —o, mejor dicho, su ausencia—.
Al aproximarme, se separó de las amigas y se dirigió a mí. Sus ojos eran grandes y de color negro que, a mi parecer, no combinaban demasiado bien con el maquillaje que llevaba. Pero seamos sinceros, no la quería para tener una relación.
Cuando la tuve a pocos centímetros, decidí que debía mostrar seguridad en mí mismo, que debía decir una cosa ingeniosa para conseguirla esa noche y deslumbrarla con mis encantos.
—¿Está bueno ese cóctel? —le pregunté.
Ella se quedó sorprendida de mi pregunta.
No sé qué le dije después, ni si ella me dijo algo, pero recuerdo que bailamos al ritmo de la música horrenda —que no me importó en absoluto cuando comenzó a hacer twerking sobre mi cintura—, como tampoco me molestó cuando lamía mi cuello y mis labios. Tampoco entendí que me quitara la camiseta y me obligara a ir sin ella por el jardín y pasearme por el jacuzzi —donde la tetuda estaba dándose un festín—, ni tampoco que me tirara a la piscina y, cuando sacaba mi cabeza, la viera desnudarse ante los aplausos de la gente que estaba ahí ni que ella sonriera con picardía ante su público antes de tirarse e ir a hacia mí y besarme contra el borde de la piscina, pegando su cuerpo desnudo ante la erección que se notaba a través de mis pantalones. La conclusión es que me dejé llevar y toqué cada parte de su cuerpo, con dulzura, sí, pero con clara excitación.
Sin importarle que nos vieran otras personas, mordió mi labio y bajó su mano por mi pecho, mi cintura y, al final, se adentró en las prendas que ocultaban mi cintura.
Los vítores del público ensordecieron la situación, devolviéndome a la realidad.
La aparté un poco de mí y ella, haciendo el esfuerzo, disimuló un mordisco al aire.
—¿Ya te has cansado de jugar? —me preguntó, volviendo a acariciar mi pecho.
—Me gustaría ir a un lugar más tranquilo…
—Pues vamos a ponernos cómodos, si eso es lo que quieres —me susurró al oído.
Acto seguido me lamió los labios y nadó de espaldas hasta la escalera, sin perderme de vista ni tampoco dejar de sonreírme. Salió poco a poco, como si fuera a cámara lenta y los chicos volvieron a exclamar halagos, a silbarle y decirle varias cosas que mi excitación me impide recordar.
Salí detrás de ella, con una tienda de campaña más que evidente y, después, se agachó, cogió su vestido y me dio la mano. Nuestro público comenzó a susurrar «Oooh…», «Vaya…», «No…» y otras cosas por el estilo; ella, sin embargo, se dio la vuelta hacia ellos, les hizo una reverencia y les lanzó un beso antes de llevarme lejos de la piscina.
No le importó lo más mínimo pasearse desnuda por el jardín y dirigirse hacia el jacuzzi. Supongo que ella quería restregarle a su ex lo que estaba haciendo, pero ni la tetuda ni ese chico estaban allí. Así que, tras buscarle por la zona, ella pareció achantarse un poco.
—Si quieres lo dejamos ahora… —le dije, inocente de mí.
Ella se dio la vuelta a mirarme con aquella sonrisa pícara.
—No, que se joda. Fóllame aquí y ahora.
Con paso lento y sensual, fue directa al jacuzzi, se metió dentro y las burbujas comenzaron a hacer danzar sus pechos. Los pezones eran prominentes y, en ese momento, estaban levantados como cierta parte de mi cuerpo. Mientras tanto, ella me indicaba con el dedo que fuera con ella y, cuando puse el primer pie en el agua, se acercó a mí, se levantó y comenzó a quitarme los pantalones, liberando a la bestia. Después, los tiró al suelo y, dándome la mano, me metió en el interior.
Nos besamos, me tocó, reseguí su cuerpo con mis manos y, con un suave movimiento, volvió a jugar con mi pene. No podría describir con palabras todo lo que sentía en ese momento: tan solo puedo decir que el mundo a mi alrededor se esfumó. No sentía las burbujas del agua, ni el ruido del reguetón, ni tampoco las risas del interior de la «Leonera», tan solo estaba ella, a horcajadas sobre mí, con el único sonido de sus jadeos. Notaba su interior en mi sexo, el sabor del cóctel en su lengua, el tacto de su pelo cayendo sobre mi pecho, sus manos descubriendo partes de mi anatomía que yo desconocía.
Me había convertido en éxtasis puro.
De repente, ella comenzaba a jadear y a chillar excitada. Los «¡Sí!», «¡Más!», «¡Dios!» y «¡Joder!» se repitieron a un volumen bastante alto. Mientras yo jadeaba excitado, abrí los ojos y miré su rostro.
No me miraba.
Miré en aquella dirección y vi al chico que se había tirado a la tetuda antes, con el ceño fruncido y de brazos cruzados. Algunos de los fans de la piscina se habían unido a él, tocándose sobre la ropa o, directamente, masturbándose ante el espectáculo. Las amigas con las que había conversado antes la miraban avergonzadas y, a un lado, Marcos levantaba su copa en mi dirección.
—¡Tú sí que lo haces bien! —gritó ella, simulando un orgasmo—. ¡Nunca he sentido a nadie tan dentro de mí!
La chica que me estaba tirando, sin reparo alguno, alzó su mano en dirección al chico enfadado y le hizo una peineta. Como respuesta, vi su rostro enrojeciéndose.
—¡Que te den, Ángel! —exclamó ella—. ¡Yo también puedo tirarme a otras personas y, a diferencia de ti, yo te enseño con quién lo he hecho!
Ahora entendí todo el espectáculo, la sensualidad, la desinhibición en la piscina y todo lo demás. Yo no le interesaba, solo me usaba para darle celos a su ex.
Pero ¿sabéis qué? En ese momento no me importaba. Estaba teniendo relaciones sexuales, y me dio igual.
Noté el éxtasis subiendo por mi cuerpo y, cuando comencé a cerrar los ojos, ella se apartó, desenganchándose de mí y dejando que mi hombría se esfumara entre las burbujas. Se levantó del jacuzzi, con el cuerpo mojado y con la boca abierta de la sorpresa. Estaba cabreada. Miré en esa dirección y vi a su ex dándose el lote con una de sus amigas.
—¡Ana! —gritó mi morena.
El ex se separó y, después, cogiendo de la cintura a la amiga de mi ligue, la miró.
—Ya va siendo hora que le confesemos lo nuestro, ¿no?
«Mi chica» gritó de rabia y salió del jacuzzi corriendo, empujó a su amiga al suelo y comenzaron a pelearse. Nuestros fans dejaron de tocarse por nuestro espectáculo y lo hicieron ante la pelea de mujeres que tenían delante y, sobre todo, al llenarse de barro sus cuerpos por la humedad de mi ligue.
En ese momento, ya descargada mi hombría, tras ser usado —y de qué manera— y viendo que esa fiesta había tenido algo bueno, me levanté del jacuzzi, cogí mi ropa del suelo, me vestí con ella, y volví a mi habitación, embriagado de tantas emociones.
Cerré la puerta con el pestillo, corrí las cortinas y me cambié la ropa antes de tumbarme sobre la cama. ¿Cuánto rato me pasé mirando el techo? No puedo responder a eso. Recordaba cada detalle del cuerpo de ella, el tamaño de sus pechos, la forma de su torso, las medidas de su cintura, la calentura de su interior…
¿Estaba bien haber disfrutado al ser un consolador para dar celos a un novio? Bueno, mientras él no fuera a por mí, todo estaba bien.
Sonriendo por la locura de esa noche, decidí que le daría las gracias a Marcos por la fiesta y a Júlia la reñiría —para no parecer una persona que se aprovecha de otras— por haberme tirado a los brazos de esa chica tan celosa.
En ese instante, sonó el teléfono móvil.
Era un mensaje, de un número desconocido y solo me enviaba una fotografía. Al abrirla, pude verme en el jacuzzi, manteniendo relaciones sexuales con la celosa, pero, a diferencia de lo que cabría esperar, la fotografía se había hecho desde una altura considerable. Tal vez de un primer o segundo piso y, bajo la foto, se podía leer un mensaje que me turbó mucho más y me excitó aún más si cabe:
«Así que con una sola persona sí te atreves, ¿eh, cielo?».