La diosa Sam – 01 – Sally (2023)
No sabía qué hacía en aquel local desconocido, rodeado de tantos cuerpos desnudos y de mujeres tan bellas. A decir verdad, estaba ahí por pura casualidad, nada más y, en ese momento, no podía imaginar todo lo que iba a desarrollarse tras aquella visita.
Todo comenzó cuando un compañero de facultad, Marcos, nos invitó a Luca y a mí a una fiesta.
—¡Así celebramos que, por fin, he aprobado Literatura Comparada! —Mientras nos enseñaba la nota en su teléfono móvil, no pude evitar sonreír. Le habíamos ayudado a repasar esa tediosa asignatura durante todo el semestre y, después de tres años intentándolo, al fin había entendido qué quería decir Madame Staël y qué significado le daba Goethe al término que acuñó.
—No hace falta, Marcos —dijo Luca, con una sonrisa de complacencia—. Lo importante es que, al fin, podrás pasar de curso.
—Sí, tío. Ya tocaba —sonrió Marcos—. Pero os lo quiero agradecer. ¿No queréis ir a tomar unas cañas? Esta noche no trabajo y os puedo invitar.
—No puedo esta noche —rehusó Luca, moviendo su mano con finura, cosa que suele hacer sin darse cuenta—, he quedado con Júlia, cumplimos dos años juntos.
«¿Dos años ya? Joder, cómo pasa el tiempo…», pensé. Aún tengo presente la primera vez que se conocieron y cuando me la presentó. Júlia es una chica mona, de cabellera pelirroja y de ojos castaños y con una forma física envidiable. Cuando la veía junto a mi compañero de facultad, solía pensar en lo guapos que serían sus hijos si es que, algún día, dieran el siguiente paso.
—Vaya… no quiero estropearle la fiesta a Júlia, ni tampoco a ti, bribón… ¡Ha, ha, ha! —Con su risa contagiosa, Luca comenzó a sonreír y sus mejillas morenas comenzaron a enrojecerse. Bien era sabido que Marcos tenía la mente muy abierta con todo el tema sexual y, cuando le apetecía, solía soltar lo primero que se le ocurriese, picante o no—. ¿Y tú qué, Nacho? ¿Te apuntas?
Yo tardé en contestar. A decir verdad, mi economía no está lo que se dice boyante. A duras penas puedo pagar el piso compartido en el que vivo y durante toda mi vida he ido de trabajo mal pagado a otro de igual índole. Apenas llego a final de mes con lo que consigo y, ni mucho menos, con lo poco que puede enviarme mi madre desde el pueblo en el que yo crecí. A parte de tomar algo en la facultad —y porque me sale más barato tomarlo ahí que en cualquier otro bar de la ciudad condal—, no suelo hacer nada más que estar en casa y pasear. Cierto es que esa situación me ha llevado a estar soltero desde hace tiempo y que, en el tema sexual, apenas he tocado otra persona que no fuera yo mismo.
—Lo siento… —me disculpé.
—¿Tienes otra cosa que hacer?
—No, pero…
—No se hable más, además, ya te he dicho que invitaba. Esta noche, tú y yo, iremos a tomar las calles de Barcelona.
—A ver, Marcos, estoy intentando decirte que…
—Nacho, ¿cuánto tiempo hace que no echas un polvo?
—¿¡Y a ti qué te importa!?
—¿Tanto? En fin, no te preocupes, que esta noche una chica se morirá por tus huesos, Superman.
Luca se partió de risa ante el comentario y yo no pude más que sonreír.
Unas horas más tarde, al caer la noche, me miraba en el espejo de mi habitación mientras me preparaba para la fiesta. Me devolvió la mirada aquel chico de veintitrés años de metro ochenta y cinco, de pelo negro azabache y ojos azul cielo que, junto con el rostro cuadrado, me daban un aire de Superman, como solían decirme mis amigos y, así era en parte si no contábamos mi físico. Yo soy más bien delgaducho, sin músculos que destaquen y algo tímido y, aun así, ese rostro me había conseguido varias citas y alguna que otra relación sexual —no demasiado destacable, todo ha de decirse—. Me vestí con una camisa blanca, algo ajustada, y unos pantalones vaqueros de color negro.
Sencillo y eficaz.
Quedé con Marcos en un bar al que solíamos ir, a medio camino entre nuestros pisos y la facultad de Filología; un lugar en el que ponían música de fondo, pero a un volumen no demasiado alto para que la gente pudiera conversar entre sí. Nos sentamos en una esquina, y pedimos unas cañas. Mientras yo le contaba a Marcos lo que puse en el examen de Goethe, él iba dirigiendo la mirada hacia la barra. Lo conocía lo suficiente como para saber que tenía la mirada fija en un nuevo objetivo y, al darme la vuelta, confirmé mis sospechas.
Marcos estaba flirteando con un hombre que le sonreía y le hacía gestos.
Suspiré y di por terminada la conversación.
Cuando a Marcos se le antoja una nueva «presa» no hay nada más en el universo que ir de caza. Desde que nos conocimos le había visto ligar con todo tipo de personas, de todos los géneros posibles, y, ante esa situación, solo podías dejarle ir. Porque perderías el tiempo.
—Nacho, voy al baño. Ahora vuelvo —me sonrió, antes de levantarse.
Puse los ojos en blanco y le seguí con la mirada mientras iba al servicio. El hombre de la barra también le seguía y, poco rato después, él también entró en el interior.
Bebí mi copa y miré en rededor, para comprobar si era posible que yo también «cazase». No había mucho donde elegir: una chica con su novio con pinta de problemático, un par de lesbianas, algún grupo de amigos y un grupito de chicas jóvenes, tal vez menores, que me miraban de tanto en tanto, con el rubor en sus mejillas.
«Esta noche tampoco…», pensé.
Por suerte, Marcos no tardó en volver del baño, con una sonrisa en los labios y el chico de la barra detrás de él. Por lo que había tardado en volver, supe de inmediato que no había sucedido mucho ahí dentro.
—Nacho, aquí mi «amigo» Cesc nos ha invitado a un local para seguir pasándonoslo bien, dice que él se ocupa de pagarnos la entrada.
—¿Qué tipo de local? —pregunté, con ironía. No quería ir a un local de ambiente gay ni nada por el estilo, pues creía que ir a un sitio de esos me haría sentir muy incómodo. Entiéndeme, no soy gay y, en cierto sentido, me siento halagado que me digan guapo y esas cosas, pero algunos comentarios subidos de tono me podían llegar a molestar; y, en esa noche, al borde de la quiebra, no me apetecía tener que quitarme de encima a varios moscardones. Solo pretendía pasar el rato, nada más.
—Te gustará… —susurró con una sonrisa el tipo ese, mirándome sin ningún pudor—. Estoy convencido que tú triunfarás allí…
—Siento decirte que Nacho no es de los nuestros… Le gusta lo «convencional». —Gracias a Dios que Marcos me conocía, sino…
—No te preocupes, es para gente de todo tipo. Hay de todo y, os aseguro, que lo pasaréis de puta madre.
—Vamos, entonces.
—Oye, ¿y no tengo algo que decir yo al respecto? —pregunté.
—Nacho, hace tanto tiempo que no follas que es como si hubieras vuelto a ser virgen.
¡Maldito Marcos! ¿Cómo era posible que me hiciera sonreír y que no pudiera negarle nada?
Sin saber porqué, acepté.
El taxi nos llevó a una amplia calle de las afueras de un pueblo del área metropolitana y, al llegar allí, la imagen que me había montado de aquel lugar «local» eran las típicas de los clubs de alterne: luces de neón amarillas, rosas y verdes; en su lugar, me encontré con una nave industrial, con un sencillo logotipo de neón azul que rezaba: «Sally».
El desconocido nos llevó hasta la entrada, pagó una entrada y tuvimos que enseñar nuestras identificaciones y hacernos una fotografía antes de cruzar ante los dos guardias de seguridad y las puertas pintadas de blanco.
En un principio no parecía gran cosa, apenas un gran recibidor con dos puertas y una gran recepción desde donde una chica, de pelo verde, mascaba chicle con pinta de aburrida.
—Ahí tenéis una sala donde podéis desvestiros… —nos dijo, sin mirarnos. Pensé que lo habría hecho tantas veces que ya ni miraba quién entraba allí—. Poned la ropa en las bolsas que encontraréis, recordad el número de vuestra bolsa y la traéis aquí para que podamos guardárosla. Sed bienvenidos a «Sally».
Espera… ¿cómo que desnudarse? Miré a Marcos buscando una explicación y que viera mi cara de enfado, pero él parecía emocionado y se metió en una de las dos puertas agarrado de la mano con el desconocido. Me quedé un rato ahí, pensando en qué hacer. Mi primer pensamiento era irme de ahí, llamar a un taxi y volver a casa… pero la carrera no saldría barata en absoluto. Miré la hora y suspiré, aún quedaban horas para que el primer tren saliera de la estación de aquella localidad. Así que, resignado, entré en la otra puerta.
Era un vestuario típico: bancos, baños, una ducha y percheros donde poner la ropa. En un lado de la sala había un estante con bolsas de tela con números cosidos a mano y, encima de él, una lista impresa en una hoja:
Normas de «Sally»:
1-. La ropa, teléfonos móviles, cámaras de fotográficas y cualquier objeto será dejada en su correspondiente bolsa. Solo se podrá entrar desnudo en «Sally», sin otro complemento.
2-. Por la seguridad de nuestros clientes, toda pista, sala y rincón de «Sally» está siendo grabado a excepción de los vestuarios. Tras salir de los vestuarios el cliente acepta ser grabado.
3-. Las grabaciones no se compartirán con los clientes en ningún caso y se conservarán durante seis meses por si se requirieren para cualquier proceso judicial. En caso de no usarse para tal fin, la grabación será borrada sin excepciones.
4-. Todo está permitido si la otra persona acepta. Cualquier tipo de queja, negación de otro alguien, advertencia u otra forma de negarse a hacer algo implica la posible expulsión y, según la gravedad de los actos, la denuncia a las autoridades.
4-. Si la luz se enciende de golpe, las actividades que se realicen terminarán de inmediato, pues es la forma en la que «Sally» comunica las emergencias a sus clientes, debido al aislamiento del mundo exterior.
Otras cosas a tener en cuenta:
1-. En toda mesa, sala y baños hay dispensadores de preservativos
2-. La entrada incluye barra libre.
3-. Disfrute de su experiencia
Sorprendido, cogí una bolsa con el número 240 y la llevé a un banco, donde me quité todo lo que llevaba y me quedé tal y como llegué al mundo. Cerré la bolsa con la cremallera y la dejé, como se indicaba en otro cartel, en una bandeja que iría hasta el guardarropa. A continuación, me miré en el espejo y pensé en qué demonios hacía alguien como yo en un lugar como ese. Sí, soy alto. Sí, tengo un rostro algo bonito, pero nada más. Mis músculos no están marcados, mis piernas no son duras, soy algo delgaducho y mi pene, aunque en erección tenía unos veintitrés centímetros, no sabía qué iba a suceder ahí dentro. Mojé mi cara con agua del grifo para sacarme la incomodidad de dentro, y recé para que no me excitara demasiado por lo que me encontraría tras la puerta de color rojo.
¿Cómo podría ocultar una erección si no tenía ropa con la que ocultarla? Demasiadas preguntas y demasiados nervios…
Finalmente, sin escapatoria posible, suspiré y empujé la puerta roja.
Una música suave resonaba por el lugar. Las paredes parecían aterciopeladas de color rojizo, llenas de espejos y el suelo enmoquetado, del que procedía algo de calor; la luz era tenue, lo mínimo para ver qué tenías alrededor pero no lo bastante fuerte para ver los rostros de los que tenías cerca. Caminé unos pasos hacia delante y vi la imagen que esperaba encontrar:
Solo había una forma de describir aquella pista de baile: enorme. Las luces de los focos se movían al compás de aquella música lenta y sensual, reflejándose en decenas de cuerpos que bailaban desnudos por todos lados. Parejas besándose, chicos amarrados a chicas, mujeres voluptuosas manoseando el cuerpo de jóvenes, chavales más jóvenes que yo emocionados al magrear senos y traseros de féminas espectaculares o de otras personas del mismo sexo. Ahí no había clasificación posible: todo lo que pudieras imaginar estaba ahí.
Maduros, gente LGTBIQ+, tríos, mujeres rodeadas de hombres con los penes erectos y al contrario, interracial, hetero e, incluso, alguna que otra persona que, bordeando la pista de baile, se masturbaba sin ningún tipo de vergüenza.
Al ver aquel espectáculo abrí los ojos de par en par e, intentando controlar mis instintos, rogué que la excitación no despertara mi pene.
Anduve por ahí, observando las rarezas de aquel sueño idílico de cualquier perversión. Había sofás alrededor de mesas redondas, donde cualquier tipo de acto sexual era posible: vi felaciones, postura de perrito, cowgirls, tocamientos, cuerpos cubiertos de chocolate siendo lamidos por sus acompañantes… En fin, me sentía en el interior de la película porno más grande de toda la historia y, al parecer a nadie le importaba que los mirasen, más bien al contrario. Al acostumbrarse mi vista al lugar, observé a gente animándome a unirme a ellos, a chicas guiñándome un ojo mientras otra persona le hacía un cunnilingus, gente metiéndose el dedo en la boca y mordérselo con una sonrisa pícara…
Caminé hacia el bar y una chica de pechos pequeños y culo enorme, que comía un chupa-chups, me saludó con una sonrisa:
—¿Qué te pongo? —me preguntó, alzando las cejas con el doble sentido de sus palabras.
—¿Puedes ponerme un cubata?
Ella asintió y, antes de darse la vuelta, me miró de abajo a arriba. Sonrió de nuevo y se agachó tras la barra para coger un vaso, dándome un plano perfecto de su trasero. A continuación, se levantó, me preparó la bebida y sacó dos pequeños vasos de chupito. Los llenó de tequila y, acercándome uno de ellos, me guiñó un ojo:
—A este, invita la casa. —Después, sacó un salero y se la tiró en el cuello, acercándose a mí para que lo chupara.
Cohibido y con una erección casi evidente, bebí un trago de mi cubata y, después, algo más desinhibido, mordí una rodaja de limón, lamí el cuello de la muchacha y tomé mi chupito de tequila. Me ardió por dentro, pero valió la pena. A continuación, salió de la barra, se me acercó y abocó la sal sobre mi pecho. Ni corta ni perezosa restregó su lengua por mi clavícula, mis pectorales y parte de mi ombligo, poniendo sus manos sobre mi trasero y acariciando, con su cuerpo, mi pene ya despierto.
Se levantó y se acercó a mi rostro, me cogió de pelo y me hizo mirarla directamente a los ojos: llevaba lentillas. Sonreía con lujuria y, tras un rato, me lamió de la barbilla a los labios. Luego me dejó ir, me guiñó un ojo y volvió a la barra, donde una pareja se acercó para pedir bebida.
Ella ya había hecho su juego de excitarme y se ocupó de otras cosas.
Con bebida en mano recorrí un poco más el local: pude ver la zona de los baños, donde no dejaba de entrar y salir gente de todas formas y colores, luego salas con nombres variopintos —Berlín, Cuarto Azabache, Lianas de King Kong, el círculo mágico…— , la mayoría a oscuras, y de las que podían intuir jadeos sin cesar. Después comprobé una zona, la más alejada de la entrada, en la que había letreros con las letras «Privado» en sendas placas y, además, me quedé embobado viendo a una mujer, más bien anciana, sentada en el suelo y con un grupo de hombres masturbándose sobre ella. Me di media vuelta y volví al baño, viendo entrar a un grupo de transexuales en los servicios y, de lejos, vi a Marcos y al desconocido liándose y pajeándose mientras entraban en uno de los cuartos oscuros.
Si aquello no era Sodoma y Gomorra, que bajara Dios y lo viera.
Fue en ese momento, cuando no sabía dónde mirar, dónde dirigirme o qué hacer, cuando una mano me tocó la espalda, me di la vuelta y vi a la mujer más espectacular que hayan visto mis ojos.
—Vaya, vaya… ¿qué tenemos aquí? —dijo aquella diosa.
Rondaba la cincuentena, pero los llevaba a la perfección. Me quedé prendado de sus ojos castaños, con rímel en la parte superior, así como de sus carnosos labios pintados de rojo pasión. El pelo, del color de la noche más oscura, le caía por la espalda hasta la atura de los codos. Sus pechos eran voluptuosos, grandes y bien puestos. Poseía un aire mediterráneo puro, de piel algo morena por el sol y una sonrisa de infarto.
Ella me miró de abajo a arriba y, sin pudor, se puso de puntillas para acercar sus labios a mi oreja:
—Ven.
Una simple palabra y la excitación hizo que todo mi cuerpo despertara. Sí, toda fibra de mi ser.
Sonrió de nuevo y bajó la mirada hasta mi entrepierna y volvió a sonreír, me miró de nuevo a los ojos e hizo un gesto con su cabeza: quería que la siguiera.
Cogió mi mano y me hizo cruzar toda la pista de baile. No vi qué sucedía a mi alrededor y, la verdad, no me importaba lo más mínimo. Lo único que importaba en aquel momento de mi existencia era ver las caderas de aquella diosa, caminando frente a mí, y acompasando sus pasos con leves movimientos en su magnífico trasero.
Abrió una sala privada y me metió dentro. La luz seguía siendo tenue allí dentro. De forma circular, habían puesto sofás alrededor de las paredes —cubiertas por espejos— y, en el centro mismo de la sala, una cama muy grande, justo bajo otro espejo en el techo. Ella, sin dejar de sonreír, me tiró sobre la cama. Caí de espaldas y ella, con delicadeza y gran sensualidad, caminó alrededor, mirándome desde todas direcciones.
—Hola. —Su voz más bien un susurro, pero la oí a la perfección.
—Ho…hola… —tartamudeé, haciéndola reír.
—Me gusta lo que veo. ¿Y a ti?
Las palabras no salieron de mi boca, así que asentí como un idiota excitado.
—¿Te gustaría participar en mi juego? —preguntó, mordiéndose un dedo y apretando los pechos contra sus brazos. Por cómo pronunciaba las palabras, noté un deje italiano en su voz.
Yo, como idiota estúpido, volví a asentir enérgicamente, notando que estaba a punto de explotar.
Ella se acercó más, puso una rodilla sobre la cama y, después, levantó la otra pierna y la pasó por encima de mí, con los brazos extendidos y sus ojos sobre los míos. Su pelo caía sobre su hombro y tocaba mi pecho, estremeciéndome.
Me perdí en su sonrisa y, embobado, me incorporé un poco para besarla…
… pero la puerta se abrió.
Sorprendido, miré en aquella dirección y me quedé helado: había como seis chicos, de los dieciocho hasta los cuarenta, con las manos en sus penes y masturbándose lentamente. Me incorporé para decirles que se fueran, pero la diosa, aún incorporada sobre mí, llevó un dedo a mis labios y me hizo callar.
—Ya han llegado mis chicos… ¿Te apuntas? Hoy quiero ser protagonista.
Abrí los ojos de par en par. ¿Me estaba proponiendo formar parte de una orgía y que ella fuera la protagonista? No supe que hacer. Miré a aquellos hombres, claramente excitados y la contemplé a ella una vez más.
La deseaba, sí, como nunca había deseado a nadie en este mundo.
¿Pero estaba preparado para dar aquel paso? ¿Estaba listo para compartir a ese alguien con el que iba a tener relaciones sexuales?
Mientras me lo pensaba, ella posó sus caderas sobre mi pecho y se puso recta sobre mí, indicó a los chicos que se acercaran a ella con sus dedos y, extendiendo sus manos, sujetó los dos primeros penes que encontró, masajeándolos. A continuación, miró directamente a otro hombre y abrió la boca levemente. Era claro qué pretendía. Le acercó el miembro y, antes de hacer nada, bajó la mirada y me observó una vez más:
—¿Y bien? ¿Qué me dices?
Yo miré en rededor, siendo rodeado de aquellos seis penes erectos de tamaños tan diferentes. Aún no sabía qué hacer…
… mi erección respondió por mí: se esfumó.
Mi diosa notó lo que sucedía y, tras mirar por encima de sus hombros a mi pene solo se le ocurrió decir…
—Oh, vaya… Pues tú te lo pierdes.
Se sujetó en los dos miembros que sujetaban sus manos y se puso de pie en la cama, sobre mí, estiró la pierna por encima de mi cabeza y me dejó un perfecto primer plano de su parte femenina, antes de dirigirse al sofá y comenzar a estar rodeada de aquellos hombres más atrevidos.
Avergonzado, frustrado y cabreado conmigo mismo, negué con la cabeza y salí de la sala, dejando atrás a aquella diosa del sexo que disfrutara de alguien a quien, a diferencia de alguien como yo, sí estuviera dispuesto a compartirla.
Salí en dirección a un sofá, me senté en él y me quedé observando a la gente de alrededor, mucho más atrevida que yo, con más ganas de disfrutar de la vida, y no tan cohibida como me sentía en ese momento.
Sin embargo, no pude evitar masturbarme.
Unos días después de aquella experiencia en el «Sally», aún tenía en mis fantasías a aquella mujer tan excitante. Me masturbaba pensando en ella, soñaba con su cuerpo, sus ojos, su pelo… Cualquier mujer de cualquier película porno me parecía una imitación sin sentido de aquella Afrodita personificada.
A parte de eso, la vida seguía su curso: las clases en la universidad seguían yendo a su ritmo normal, quedaba con Marcos y Luca a tomar algo y, después, iba a mi trabajo a ganar el poco dinero que me daban. Ni Marcos ni yo hablamos del «Sally» ni nada de lo que vivimos allí frente a Luca. ¿Para qué? Pensaba yo. A fin de cuentas, yo no hice nada más que masturbarme y Marcos se había enrollado con el tío ese y ya le parecía bien un polvo sin compromiso y nada más. Era algo que nos atañía a los dos y, en cierto modo, no quería contarles la idiotez que hice al irme de la orgía con aquella diosa, cosa de la que ahora me arrepentía profundamente.
Sin embargo, el destino es cruel con la gente que apenas tiene recursos y, por increíble que pudiera parecer, mis compañeros de piso me echaron de allí.
—Viene mi hermano a la ciudad, y necesitamos la habitación… —me dijo Carlos, el nieto de la propietaria y que también estudiaba en la Universidad.
De nada sirvieron mis lamentos ni mis quejas: él era el jefe y punto pelota. Debía desalojar mi habitación lo más rápido posible. Ya me veía volviendo al pueblo con mi madre, alejado de la vida de la ciudad, de su ambiente y de mis nuevos amigos. Es cierto que en casa tenía mis recuerdos y los amigos de toda la vida, pero ya no me sentía igual que antaño. Yo había cambiado.
—¿Y qué vas a hacer? —me preguntó Marcos, la misma tarde que Carlos anunció que debía irme.
—Pues no lo sé… Tendré que volver al pueblo, pero, en caso de hacerlo, he de olvidarme del trabajo, de las salidas de fiesta y de quedar con vosotros. Estaré a hora y media de aquí…
—Hostia, qué putada, tío… ¿Y si buscas otra cosa? ¿No habrá otro piso al que ir?
—Y mientras, ¿qué hago? Si le digo a mi jefe que me voy un tiempo, sin saber cuando tendré un nuevo piso que compartir, me echaría fuera y engañaría a otro para cubrir mi puesto de mierda…
—Si solo son unos días, puedes quedarte en mi casa, Nacho.
—No, Luca, no quiero abusar.
—En absoluto, mi casa es grande y está a veinte minutos en metro. Además, por las mañanas te podría traer en coche, pues he de venir a clase igualmente. Así tienes dónde quedarte mientras tanto, y no tendrás excusa para dejar el curro. ¿No crees?
—¿Pero no vivías en casa de tus padres?
—Sí, pero no importa. Hay espacio de sobra para todos. Puedes quedarte en la casa de invitados, que es donde duermo yo. Está separada de la casa principal, y tendrías acceso a la piscina, al jacuzzi y a un baño privado. Allí no molestaremos ni nadie nos molestará.
—Joder, Luca, con esa descripción me mudo yo y que Nacho se vaya a mi piso con los imbéciles de mis compañeros —sonrió Marcos.
Al no tener otra opción, y tentado por lo que me describía Luca, acepté. Esa misma tarde, Marcos y Luca me ayudaron a sacar mis cosas del piso, a dejar un regalo¿? para el hermano de Carlos y nos dirigimos a casa de Luca.
No era una casa: era una mansión situada en una urbanización privada. Tres pisos y un amplio jardín, el hogar de Luca estaba rodeado de un alto seto de vegetación que ocultaba la visión de cualquier vecino cotilla que osara mirar dentro. A un lado de la verja había una puerta que daba a un garaje, tan grande que la casa de mi madre cabía en su interior. Cuando Luca aparcó su coche, salimos de ahí y llegamos al patio de la casa. La piscina era enorme, de agua cristalina con un anagrama pintado en los azulejos del fondo y, a su lado, cubierto por una pérgola de obra, había un jacuzzi. A la derecha, un camino de piedra llevaba al edificio principal y a un pequeño espacio cubierto con telas verdes y elementos de decoración tales como tiovivos muñecas, muebles artesanos, bancos y varias pantalla de croma verde, azul y blanco.
—Ahí está el set de fotografía de mi madre.
—¿Set? ¿Acaso es modelo? —preguntó Marcos, tan sorprendido como yo.
—Es fotógrafa. Aunque tiene un estudio en el centro de la ciudad, a veces hace fotos aquí, sobre todo alguna boda. En fin, ¿vamos?
Luca nos llevó hacia la derecha del camino, a otra edificación algo más modesta que la casa principal: apenas tenía dos pisos de altura, una chimenea en el exterior, y ventanales que dejaban ver el interior, algo modesto, pero acogedor. Aquella «leonera» como la definió Marcos, consistía en una sala comedor amplia, con sofás, televisor, chimenea y acceso a dos habitaciones, baño con ducha y una cocina abierta.
—Tu habitación será esa.
Sin esperar otra indicación, abrí la puerta y entré. Era modesta pero no necesitaba mucho para vivir. Una cama de matrimonio, una estantería para mis libros, un armario para la ropa y una cómoda para lo que quisiera poner ahí; miré a través de la ventana y observé la piscina y el jacuzzi. Sin duda, era un buen lugar para alguien tan joven como yo. Dejé la maleta y las bolsas sobre la cama y salí al salón. Luca ya había servido unas cervezas y nos sentamos los tres junto a la barra americana, situándome yo de espaldas a la puerta que daba al exterior. Marcos alababa el lugar, y le comentaba a Luca la de fiestas que podrán hacer allí. Luca sonreía, orgulloso de poder lucir los placeres de estar bien situado en la sociedad y de complacer a sus allegados. Yo, aún embobado, no dejaba de agradecer a mi amigo su hospitalidad.
—Como vuelvas a darme las gracias, te pego con la botella en la cabeza, Nacho —dijo Luca, algo harto.
—Pues déjame darte las gracias una última vez y ya no se hable más.
—De acuerdo y, por última vez, no hay de qué.
—¿Y si brindamos? —preguntó Marcos.
—¿Por qué quieres brindar tú ahora?
—Pues, no sé… Por la hospitalidad, los amigos y las fiestas que han de venir…
—Pues, ¡chin-chin! —sonrió Luca.
—¡Chin-chin! —exclamé, alzando mi bebida.
Mientras eso ocurría, la puerta exterior se abrió, y escuché la voz de una mujer, diciendo:
—Vaya, vaya… ¿qué tenemos aquí?
Esa voz me erizó el vello por completo y despertó mis instintos más ocultos. Mi cuerpo se estremeció y, notando como la temperatura se elevaba en mí, me di la vuelta y abrí los ojos de par en par.
Era ella.
Era mi diosa.
Vestía una camisa negra y una falda a juego, unas gafas cubrían sus ojos y sus carnosos labios tenían una maravillosa y sensual sonrisa.
—¿Hola? —preguntó Marcos, sorprendido, pero no tanto como lo estaba yo.
—Luca, ¿no me presentas? —preguntó aquella diosa, acercándose a nosotros, simples y horrendos mortales.
—Ahora iba a hacerlo… Chicos, esta es Samantha Bello, mi madre. Este es Nacho, mamá, ya te he dicho por mensaje que se quedará unos días hasta que encuentre un piso compartido en el que meterse.
Mi diosa me miró y, por un instante, pareció reconocerme. Pero su rostro cambió por completo y dibujó una sonrisa amable y cariñosa en su rostro.
—Encantada de conocerte, Nacho. Bienvenido a mi hogar. Ah, y no me llaméis Samanta, me hace sentir vieja. Llamadme Sam. ¿Capisci?
Y, como un tonto, volví a sentir enérgicamente, con el rubor en las mejillas y agradecido de que, esta vez, sí llevase ropa que ocultara mi erección.